Comentario
El campesinado constituía la parte mayoritaria de la población de la Corona de Aragón, y la principal clase productora y antagónica de la feudal dominante, pero era un grupo heterogéneo, sometido a grados de explotación y niveles de subyugación muy dispares. Excepcionalmente, en algunas comarcas, como la pirenaica del Pallars Sobirá, los campesinos poseían en alodio no sólo las tierras familiares sino también los bienes comunales (pastos y bosques), no existían los malos usos o servidumbres, funcionaba una jurisdicción campesina sobre los bienes del común y en comunidades de valle y aldea había un notable grado de autonomía política, de modo que la autoridad señorial se limitaba a percibir algunas rentas de la propiedad (censos enfitéuticos), cargas de señorío como las tallas o qüestias, algunos ingresos de la justicia, una participación en las rentas eclesiásticas y algunos ingresos sobre el tránsito de bienes y ganados. En el extremo opuesto, los campesinos de remensa estaban muy subyugados, aunque los grados de explotación dentro de esta categoría también eran diversos.
En el conjunto de la Corona había servidumbres personales, en el sentido de derechos, especialmente opresivos, de algunos señores sobre la persona de sus cultivadores o de una parte de ellos, a causa de los cuales la libertad jurídica de éstos resultaba notablemente restringida. Estas servidumbres, jurídicamente muy precisas, que limitaban la libertad de movimiento, matrimonio y sucesión, y la conducta sexual, permiten calificar de siervos al sector restringido del campesinado que era víctima de tal opresión.
No obstante, el concepto de siervo puede perfectamente aplicarse también al conjunto del campesinado si por siervo entendemos al productor agrícola que, por la fuerza e independientemente de su voluntad, era obligado a satisfacer determinadas exigencias económicas de un señor, situación en la que se encontraban todos los campesinos: fuera cual fuera su nivel de subyugación y grado de explotación, no había campesino sin señor. Es más, el campesinado podría ser definido también como una clase servil si por tal entendemos una clase alienada, en el sentido de que las personas y/o los bienes de esta clase eran, al menos en parte, secuestrados por la clase señorial; una clase menospreciada y vilipendiada, en el sentido de que la clase señorial los consideraba ignorantes, incultos y salvajes, casi confundibles con las bestias, y una clase maltratada, porque a menudo estaba a merced de los castigos físicos que por alguna razón o sin ella los señores le aplicaban.
Subrayar, como hacemos, la naturaleza servil de las relaciones de producción en el campo no debería impedir distinguir los niveles de acción de las clases en conflicto. Los señores ejercían su papel desde la esfera política, de modo que su presión sobre el campesinado ha podido ser calificada de coacción extraeconómica. En cambio, los campesinos, que estaban en posesión de sus propios medios de producción, de las condiciones objetivas de trabajo necesarias para la realización de su actividad y para la creación de sus medios de subsistencia, efectuaban el trabajo agrícola por su cuenta. Era la esfera económica de la producción cuyo ciclo interno los campesinos controlaban. Precisamente esta autonomía relativa de la economía campesina es lo que ayuda a comprender las estrategias y reglas de comportamiento de los campesinos, sus procesos de diferenciación interna, la capacidad organizativa del conjunto y la fuerza de algunos movimientos, como el de los remensas catalanes, que llevaron a cabo una guerra agraria de cien años y obtuvieron al cabo (Sentencia Arbitral de Guadalupe, 1486) la abolición de las servidumbres.
Sobre el conjunto de los campesinos de la Corona se imponía la autoridad señorial, aplicada a través del señorío territorial y el señorío jurisdiccional. El señorío territorial partía de los derechos de propiedad eminente del señor sobre las tierras de sus cultivadores, y a él se añadían a veces dependencias personales producto de actos de encomendación. Materialmente se concretaba en el pago de unas rentas por el uso de una propiedad ajena y en unos censos de reconocimiento. El señorío jurisdiccional, tanto si había sido creado por concesión regia, como por un acto de fuerza señorial (usurpación, imposición), equivalía a una privatización de las antiguas prerrogativas públicas de la autoridad, y, en el campo, se ejercía en el marco de las baronías y castillos. Entre las cargas o exacciones de carácter jurisdiccional había, pues, un conjunto de obligaciones de origen público: derechos de alojamiento del señor y sus agentes (alberga o cena), prestaciones de carácter paramilitar (hueste, cabalgada, vigilancia), servicios en trabajo (obras de construcción y reparación de castillos, transportes y mensajería) e ingresos derivados del ejercicio de la justicia. Además de estas cargas, de antiguo origen, la quiebra del viejo sistema de libertades públicas permitió a los señores jurisdiccionales introducir nuevas obligaciones: imposiciones de repartición (tallas), imposiciones fijadas directamente (qüestias), requisas, prestaciones en trabajo en tierras del señor, pagos por el uso forzado de los monopolios señoriales (molinos, herrerías, hornos), etc. En la práctica, señoríos territoriales y jurisdiccionales se entremezclaban en la persona de los señores, y ello explica precisamente su capacidad de coerción y, precisamente, la aplicación a sectores del campesinado de altos niveles de subyugación (servidumbres), sin duda como garantía del mantenimiento de determinados grados de explotación.
En Cataluña cabe distinguir entre los campesinos de la Cataluña Vieja que, en general, como culminación de un proceso de violencia señorial (durante los siglos XI y XII) y legitimación jurídica (durante el siglo XIII), pagaban rentas elevadas y estaban sometidos a servidumbre (remensas), y los campesinos de la Cataluña Nueva, que, a causa de las cartas de población y franquicia que se otorgaron para el poblamiento y organización del territorio (durante el siglo XII), pagaban rentas más livianas y no conocían las servidumbres. Los remensas, además de efectuar pagos variables por la tierra (rentas fijas y rentas proporcionales a la cosecha) y por el uso de monopolios señoriales, como el molino y la herrería, y de efectuar determinadas jornadas de trabajo en la reserva señorial, estaban sujetos a malos usos: adscritos al manso y la tierra, no podían abandonarlos sin pagar rescate (redimentia); si morían sin testamento o sin hijos, el señor podía quedarse una buena parte de sus bienes (intestia, eixorquia); si la campesina cometía adulterio, debía entregar una parte de sus bienes al señor (cugucia); el campesino pagaba con parte de sus bienes una indemnización al señor en caso de incendio fortuito del manso (arsia o arsina), y el matrimonio del campesino, en la medida que comportaba la redacción de unos capítulos matrimoniales, con la asignación de garantías sobre el manso para la dote y el esponsalicio, requería la aprobación comprada del señor (ferma d'espoli forçada). Por último, el señor tenia el derecho, reconocido por las Cortes de Cervera de 1202, de maltratar impunemente a sus campesinos (ius maletractandi). Esta situación de subyugación, que por sí misma entrañaba un grado importante de explotación, se completaba en la Cataluña Vieja con la práctica del heredamiento, que obligaba al campesino a dejar los 2/3 o 3/4 de la herencia a un solo descendiente (el hereu). Esta práctica, que resolvía a los campesinos el problema del relevo generacional y simplificaba para los señores la mecánica de la sustracción, consolidó una estructura de explotaciones sólidas ocupadas por campesinos remensas, de modo que no puede decirse que la situación jurídica degradada de los remensas se correspondiera con una situación económica precaria, más bien al contrario.
En el reino de Valencia, la situación era muy distinta. En virtud de los pactos de capitulación y del goteo constante, pero débil, de pobladores catalanoaragoneses a las nuevas tierras, una gran parte del agro valenciano siguió trabajado por musulmanes (mudéjares), que a finales del siglo XIII constituían la inmensa mayoría de la población del reino, y que en los siglos XIV y XV todavía debían predominar. El nivel de subyugación y el grado de explotación que padecían debía ser importante, mayor que el de los cultivadores cristianos del reino, que recibieron buenas tierras y pagaban censos enfitéuticos livianos.
En la isla de Mallorca, el 43 por ciento de la población vivía en la ciudad y el 57 por ciento restante en el campo, un espacio explotado por campesinos mediante contratos enfitéuticos que les otorgaban gran libertad y les obligaban a pagar censos a los señores que residían en la ciudad. Muy pronto los campesinos mallorquines intervinieron en la política: pudieron organizarse en un sindicato que elegía a los consejeros foráneos del Gran y General Consejo (asamblea consultiva del gobierno de la isla) y que, desde 1315, designaba a diez síndicos para formar parte de la diputación permanente de este organismo, un Consejo Menor de treinta miembros. La isla adoleció de la macrocefalia de su ciudad, del predominio político de los ciudadanos y de una infraexplotación del sector agrario, que causaba carestías y condenaba la isla a depender del comercio exterior para resolver los problemas de aprovisionamiento. Para arreglar la situación, Jaime II de Mallorca, en 1300, impulsó un plan de reordenación agraria (A. Riera), que tuvo efectos positivos, pero no resolvió ni las carestías ni las discriminaciones políticas, que se traducían en desigualdades tributarias. Los foráneos protestaron por ello y, aunque en 1315 consiguieron ampliar su representación en el Gran y General Consejo, siguió el descontento, que culminó en la insurrección foránea de 1450-1453, reprimida por tropas de mercenarios enviados desde Nápoles por Alfonso el Magnánimo.
En Aragón el régimen señorial al norte del Ebro fue mucho más duro que al sur (E. Sarasa). En las tierras viejas, el descenso de las rentas ocasionado por la crisis del siglo XIV fue combatido con la estricta sujeción a la gleba, el pleno ejercicio de la jurisdicción civil y criminal que muchos señores poseían en sus señoríos, y que excluía toda posibilidad de apelación a un tribunal superior, y el ejercicio del "ius maletractandi", que el Justicia de Aragón reconocía como derecho señorial (1332). La legislación emanada de las Cortes en el siglo XV insistió en la adscripción campesina (Cortes de Alcañiz y Catalayud, de 1436 y 1461), y las donaciones regias de honores y jurisdicciones precisaban el derecho señorial a atormentar, mutilar e incluso, en algunos casos, condenar a muerte a los vasallos de señorío. Es muy posible, por tanto, que el grado de subyugación de este campesinado aragonés fuera mayor que el de los remensas pero, por causas desconocidas, a diferencia de Cataluña, sus actos de resistencia fueron aislados (Maella, 1439; monasterio de Piedra, 1444) y sin futuro. Así, mientras en Cataluña, a finales de la Edad Media, el régimen señorial se fortalecía moderando sus aristas (abolición de las servidumbres, 1486), en Aragón acentuaba sus rasgos más odiosos de violencia señorial.
Al sur del Ebro, en cambio, la situación del campesinado aragonés era distinta. Aquí predominaban los mudéjares que no pagaban diezmo eclesiástico, poseían la tierra en régimen de aparcería, tenían libertad de movimiento y estaban bajo la directa protección de la autoridad real.